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Los caminos de ‘Cracolândia’, el mayor mercadillo de droga de Brasil

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Los caminos de ‘Cracolândia’, el mayor mercadillo de droga de Brasil

Hace 25 años que São Paulo, la ciudad más poblada de América, combate sin éxito su mayor foco urbano de consumo de crack. Un megaoperativo policial recuperó este año el territorio dominado por el narcotráfico y dispersó a los usuarios por el centro. El uso de la fuerza para luchar contra la adicción ha reavivado el debate entre las dos posturas principales: el tratamiento obligatorio y la reducción de daños

Paula López Barba
São Paulo -

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Son las nueve de la noche de un sábado y llueve en São Paulo. Las decenas de miles de personas que viven y duermen en la calle aprovechan los puentes y túneles para resguardarse. Aunque se acerca el verano austral, este noviembre es especialmente frío. Bajo la lluvia, el Minhocão serpentea por el centro como una gran lombriz: es el Elevado Presidente João Goulart, una vía rápida sobre pilares de hormigón construida a toda prisa para conectar puntos sin mirar lo que pasa debajo. Hoy, a la altura de la calle Helvetia, su suelo es el techo de unas trescientas personas que comparten el espacio codo con codo, entre mantas grises y casi sin dejar huecos. La mayoría, despiertas y sentadas. Algunas tumbadas, de pie o bailando. Varias hablan entre ellas. Otras, solas. Pocas mujeres y ningún niño.

Mapa de desplazamientos de consumidores después del operativo policial de dispersión de Cracolândia en mayo de 2022. Fuente: Labcidade, 2022.
Mapa de desplazamientos de consumidores después del operativo policial de dispersión de Cracolândia en mayo de 2022. Fuente: Labcidade, 2022.

Quienes sostienen un tubito largo y fino en una mano se lo acercan a la boca y aspiran, entre los chasquidos del mechero en la otra. La “cocaína de los pobres” hace crack al calentarse. Piedras blanquecinas que resultan de disolver cocaína en polvo y bicarbonato de sodio en agua, hervir y dejar secar. El crack es cocaína fumada; al llevarla directamente a los pulmones el efecto es inmediato e intenso. “Llamamos ‘brisa’ a ese momento en el que la sustancia te sube y sientes que eres una superheroína capaz de conquistar cualquier cosa. No te das cuenta de que estás en un lugar inmundo”, explica una antigua usuaria. La sensación es corta, dura diez minutos y cada dosis cuesta cinco reales (un euro). Pero no todos los que están en la aglomeración consumen crack o no siempre: algunos solo están allí y muchos recurren a la cachaça barata —el clásico destilado de caña de azúcar brasileño— en botellas de plástico para afrontar el frío de la noche.

Dos patrullas con agentes de la Guardia Civil Metropolitana (GCM), apoyados eventualmente por la Policía Militar (PM), vigilan las veinticuatro horas a este grupo. Es uno de los pedazos de la desmembrada Cracolândia, la tierra del crack, el mayor mercadillo callejero de droga en São Paulo que se instaló definitivamente en el centro hace casi 25 años.

De meca del cine a tierra del crack

Antes de Cracolândia, las manzanas alrededor de la estación de tren de Luz se conocían como Boca do Lixo (boca de basura). Un nombre despectivo que se popularizó en las secciones policiales de la prensa de los cincuenta por la presencia de prostitución barata y delincuencia. Pero la zona de paso de tantos viajeros no solo era conocida por eso: desde los años veinte, la buena localización del primer barrio planificado de São Paulo atrajo a empresas cinematográficas como Paramount, Fox o Columbia, que se establecieron allí. En 1961, con la inauguración de la terminal de autobuses de Luz que conectaba la gran ciudad con el resto del país, la Boca do Lixo se había convertido ya en el mayor polo de cine de Brasil y acabó dando nombre a un movimiento cinematográfico.



Tal esplendor de película duró poco. En los setenta las empresas y la clase media se mudaron a flamantes zonas nuevas como la Avenida Paulista o el barrio Higienópolis. Pero el embate decisivo llegó en los ochenta, cuando se desmanteló la terminal de autobuses de Luz y los hoteles, pensiones y restaurantes que habían brotado a su calor fueron perdiendo clientela y bajando los precios. La zona no se vació pero dejó de ser cuidada. En calles con nombres tan pomposos como Triunfo se quedaron quienes no triunfaron para la sociedad, en una situación cada vez más precaria.

En 1989 una nueva droga circulaba por São Paulo. En diciembre de 1990 la policía incautó crack por primera vez en la zona este de la ciudad. Su uso era disperso y hasta finales de los noventa no se formó el llamado fluxo, la aglomeración en la calle para consumir. “Hicimos el seguimiento psiquiátrico del primer grupo de usuarios de crack, 138 personas. Más de la mitad murieron, pero la mayoría por violencia”. A pesar del ambiente insalubre y tóxico, el psiquiatra Ronaldo Laranjeira señala que el mayor riesgo para quienes consumen en el espacio público son las varias formas de violencia a las que están expuestos. Laranjeira es especialista en adicción química desde hace 40 años y coordina el informe que analiza escenarios de uso de droga en Brasil, LECUCA, de la Universidad Federal de São Paulo (UNIFESP). Según los datos del último levantamiento, en junio de 2021, antes de la gran operación policial de dispersión de mayo de 2022, cada día 1.343 personas frecuentaban Cracolândia. Un número relativamente pequeño comparado con los 22 millones que habitan la ciudad más poblada de América.

Cracolândia se instaló en la zona degradada junto a la estación de Luz cuando el cine Boca do Lixo era ya un recuerdo. “El crack era barato y adictivo, y llegó a un barrio en el que muchas personas habían perdido sus casas y consumían drogas. Se diseminó rápidamente en ese caldero, sazonado con el plan urbanístico de abandono del centro”. Así lo cuenta Roberto Monteiro, el delegado de Policía Civil responsable de la región central de São Paulo desde 2019 y al frente de las operaciones policiales de Cracolândia. Un hombre de 60 años, policía —como su padre— desde los veinte. Su amplio despacho en la comisaría a pocas manzanas del fluxo está decorado con fotos en blanco y negro de otro centro, el de los grandes edificios representativos de arquitecturas imponentes.

Pancarta “Brasil ha empeorado” en la plaza Marechal Deodoro, en el centro de São Paulo.
Pancarta “Brasil ha empeorado” en la plaza Marechal Deodoro, en el centro de São Paulo.Paula López

Habla en pasado cuando se refiere a uno de los mayores desafíos que enfrenta al mando de la seguridad pública en la gran zona central, en la que viven más de 400.000 personas y por la que pasan dos millones a diario: acabar con Cracolândia. “Nos basamos en tres pilares: represión al tráfico de drogas, asistencia social y de salud pública, y reurbanización”. La operación policial que dirige se llama Caronte, como el barquero de la mitología griega que lleva las almas de los recién muertos a ser juzgadas para decidir su lugar de descanso.

La Operación Caronte comenzó en junio de 2021. “Empezamos con un trabajo de inteligencia e investigación. Infiltramos policías entre los narcotraficantes, dependientes y travesías, que son los que transportan carros con hierro viejo, pero también con droga y personas troceadas asesinadas en el ‘tribunal del crimen’, aquí”, dice y señala en una foto el edificio más emblemático de una encrucijada de calles de Cracolândia.

Al finalizar las investigaciones de las primeras etapas, la madrugada del 11 de mayo, la policía puso manos a la obra y comenzó la gran operación para dispersar al fluxo, que llevaba un mes en la plaza Princesa Isabel, a 500 metros de su localización tradicional. “Detuvimos a varios líderes del PCC”. Son las siglas del Primer Comando de la Capital, la principal organización criminal de Brasil, que domina el tráfico de drogas en Cracolândia y, hasta hace poco, su territorio. Cuatro manzanas en las que se vendía crack en puestos, a plena luz del día, como se vende fruta en cualquier mercadillo de barrio.

Desde la megaoperación, la policía ha encarcelado a 166 personas y los usuarios que siguen en la calle no han vuelto a concentrarse en un solo lugar. La dispersión es la estrategia. “Los pequeños grupos son más permeables a la represión al narcotráfico y a las acciones de salud pública”. Según la policía, tras sus intervenciones, la cantidad de usuarios en la calle ha disminuido drásticamente.

Personas que viven en la calle en el centro de Sao Paulo. Se calcula que ha aumentado un 30% durante la pandemia.
Personas que viven en la calle en el centro de Sao Paulo. Se calcula que ha aumentado un 30% durante la pandemia. Paula López

No opinan lo mismo algunos investigadores de labcidade, el laboratorio de espacio público y derecho a la ciudad de la facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo (USP), que cuestionan los datos policiales. “No tienen metodología de investigación y ahora es imposible cuantificar los usuarios porque están circulando constantemente”, afirma Aluízio Marino, responsable de un mapa denuncia para ilustrar adónde han ido a parar las personas que la policía dispersó. “Solo cuentan el fluxo de la calle Helvetia a la altura del Minhocão, no los otros lugares donde se ha instalado. Nosotros contamos 16 mini Cracolândias”.

Ahora la policía se enfoca en responsabilizar criminalmente el uso de drogas. Esto es precisamente lo más polémico, como explica la abogada Cecilia Galicio. “El principal problema es tratar una situación de salud pública con fuerzas de seguridad. La policía debe dedicarse a la inteligencia y combate al narcotráfico, no a intervenir con los usuarios”. Cecilia es vicepresidenta del Consejo Municipal de Políticas Públicas de Drogas y Alcohol del Municipio de São Paulo (COMUDA). “En el fluxo hay un porcentaje muy bajo de narcotraficantes, pero la represión es para todos”, explica, y recuerda que la Organización de Naciones Unidas (ONU) tiene directrices específicas de derechos humanos para la política de drogas. Y, aunque las convenciones internacionales que establecieron su prohibición sean implacables, la guerra a las drogas no funciona. “La sociedad internacional ha percibido que debemos actuar con salud pública y no con violencia y represión policial”.

Además de sus funciones oficiales, Cecilia trabaja como abogada voluntaria para fiscalizar las actuaciones en Cracolândia. “La semana pasada la policía detuvo a 19 personas y solo incautó tres piedras de crack y cinco dosis de marihuana. Como mucho serían siete casos de uso de droga. Las pusieron en libertad con el compromiso de ir al centro de salud. Una furgoneta las esperaba en la puerta de la comisaría”. Algunos grupos de activistas denuncian que en la práctica la policía está reteniendo a usuarios por llevar un cachimbo —pipa para fumar crack—, y haciéndoles elegir entre tratamiento o cárcel. Una medida así, señala Cecilia, es abuso de autoridad. “La ley de drogas de Brasil no prevé pena privativa de libertad por consumo”. Desde su silla en la cámara municipal reclama un conjunto de políticas públicas que atiendan las peculiaridades de los usuarios, también de los que siguen en la calle. “Vamos a proponer un espacio de consumo seguro de sustancias”. El conflicto legal lo podrían sortear si centran la atención en la salud pública e implementan una política de excepción, dice Cecilia. Aunque es consciente de que no es fácil que la conservadora cámara de São Paulo apruebe el proyecto, confía en las declaraciones del responsable municipal de las acciones en Cracolândia, que se ha propuesto acabar con el uso de droga en espacio público.

Salir de la calle

El edificio Matarazzo es la sede principal del ayuntamiento de São Paulo. Desde las amplias avenidas que lo rodean llama la atención el espectacular jardín que asoma en su azotea. Un poco más abajo, en la planta 11, está el despacho de Alexis Vargas (PSDB), secretario ejecutivo de Proyectos Estratégicos de la ciudad de São Paulo y responsable del programa Redenção para acabar con Cracolândia. Sobre la ciudad y frente a un mapa que va de suelo a techo, el abogado de 45 años explica por qué, después de tantos intentos, cree que este es el definitivo. “Por primera vez tenemos una estrategia integrada entre Estado y municipio, y están coordinados salud, asistencia social, seguridad y limpieza”. Dice que diseñaron el programa estudiando otros casos del mundo, ninguno tan desafiante como São Paulo. “Un centro abandonado en una ciudad enorme y muy desigual, el crack no puede tratarse con metadona, como la heroína; y tenemos a PCC, una multinacional fortísima de crimen organizado”. Según datos oficiales, a finales de 2016 había 4.000 personas en la gran tienda de drogas a cielo abierto que facturaba 200 millones de reales por año (37 millones de euros).

Alexis Vargas, Secretario Ejecutivo de Proyectos Estratégicos de Sao Paulo y al frente del
programa Redenção para acabar con Cracolândia, en una de las antiguas pensiones.
Alexis Vargas, Secretario Ejecutivo de Proyectos Estratégicos de Sao Paulo y al frente del programa Redenção para acabar con Cracolândia, en una de las antiguas pensiones.Paula López

Redenção comenzó de manera explosiva en mayo de 2017 con una megaoperación policial muy violenta y criticada. Días después de que 900 agentes desmantelaran Cracolândia a la fuerza y el alcalde João Doria (PSDB) asegurara que había acabado con ella, el fluxo volvió a su lugar. Cuando Vargas asumió el cargo en 2019 dio un giro a las estrategias del programa para acabar con la gran concentración de consumidores de drogas cerca de la estación de Luz. “Esta vez está funcionando. Que el poder público haya retomado el control del territorio es un cambio radical”. El funcionario defiende la dispersión. “Es más fácil abordar a los usuarios y ofrecerles tratamiento” y presume de los buenos resultados del Servicio Integrado de Acogida Terapéutica (SIAT). Como en los programas de reducción de daños, el objetivo no es que los usuarios dejen totalmente de consumir, sino que recuperen el control de su vida. Lejos del centro de la ciudad, cuatro unidades acogen a los dependientes por un máximo de dos años. Acaban de inaugurar el de Penha, con 50 plazas disponibles. Entre los otros tres acogieron a 119 personas el pasado octubre.

A 15 kilómetros de Cracolândia se encuentra el SIAT Hermelino Matarazzo. “El 90% no ha vuelto a vivir en la calle después de salir de aquí”, dice Maria Margarete Alves dos Santos, junto a Raquel de Nascimento Machado. Las dos mujeres rebosan energía y optimismo. Son asistentes sociales y gerentes del centro de acogida temporal con 60 plazas. “Es un trabajo muy desafiante, pero extremadamente gratificante”. Raquel se emociona al recordar lo que le dijo hace poco un señor al acabar el tratamiento: “Gracias por no abandonarme, porque yo sí me había abandonado”. Las asistentes coinciden en que el trabajo más importante es el primer contacto, cuando abordan a los usuarios en la calle. “Ya no creen en valores, sociedad, familia ni tratamientos, recuperar eso es un proceso largo y lo único que funciona es el vínculo, a partir de ahí se puede empezar a trabajar”, dice Margaret. Aseguran que a los moradores de calle hay que ofrecerles la mejor calidad posible, para demostrarles que tienen derechos.

Las calles donde estaba el mercadillo de Crack desde hace más de 20 años, ahora sin puestos de venta de droga.
Las calles donde estaba el mercadillo de Crack desde hace más de 20 años, ahora sin puestos de venta de droga. Paula López

32 personas viven hoy en las habitaciones con baño privado del centro de acogida que antes fue un hotel. Tres hombres ven la tele en la sala con sillones, Sergio habla con su familia a través de Facebook. “Llevo aquí un mes, he dejado el alcohol y la cocaína, ahora sólo fumo marihuana”, dice. Edvan llega de la calle radiante porque se acaba de comprar una casa. “Pequeña, pero es mía”, cuenta. Y sonríe orgulloso. Ha cumplido 37 años, dos aquí, y no quiere volver a dormir a la intemperie ni a consumir en Cracolândia, donde vivió durante cinco.

“La calle es cruel, sobre todo para las mujeres”. Priscila ha recibido hoy su primer sueldo. Trabaja como auxiliar de limpieza, pero con 31 años tiene mucha vida por delante, le gusta leer y planea estudiar psicología. “Quiero formarme para ayudar a quienes pasan por lo que yo he pasado”. Está recuperando el contacto con sus tres hijos, ahora tutelados por familiares, algo que le ayuda a luchar contra la tentación de volver a consumir crack, aunque sabe que eso solo depende de ella. “Mi hermana gemela aún vive y se droga debajo del puente, pero nadie la puede ayudar, si ella no quiere. Ni en las mejores clínicas. No funciona”. Salir de la adicción al crack fue una lucha monumental y tuvo varias recaídas, cuenta, pero hace dos años que Priscila no lo prueba. “Decidí parar estando embarazada de mi tercera hija, Jasmin, ahora con año y medio”.

Hasta 2020 vivía como su hermana, en una “mini Cracolândia” bajo un puente cerca de la favela Jardim Guaraní, en la periferia de São Paulo. Pero la mejor droga se conseguía en el centro. “En Cracolândia había más variedad y pureza y era muy fácil hacer dinero”. Reconoce que le daba miedo andar por allí porque era un lugar muy violento en el que “entras, pero no sales”. Le cambian la cara y la voz al ver las fotos de los pequeños edificios coloridos en los que a veces entraba. “Sexo por crack era el intercambio”. Se sorprende de las cosas que llegó a hacer por conseguir un poco de crack. Uno de los principales negocios dentro de las depauperadas pensiones era la prostitución. “Sobre todo de menores”, dice. A pesar de la crudeza del lugar cuenta que no todo era horrible. “Había personas, con sus historias, y que no solo roban, muchos pagan sus dosis haciendo trabajos en la calle, como reciclar basura”.

Esas pensiones cerraron. Sus puertas y ventanas están ahora tapiadas con bloques de hormigón y las históricas fachadas, llenas de pintadas con símbolos del PCC como yin yangs, payasos o carpas. Los números 1533 escritos por todas partes: es la posición en el alfabeto de las letras de sus siglas. Sobre los edificios de dos plantas que aún quedan en pie asoma una implacable grúa. Levanta un bloque enorme de viviendas de protección oficial a través de una alianza público-privada. En la calle, los operarios de la obra vienen y van mientras el personal de limpieza recoge la basura de las bolsas desgarradas por quienes buscaron algo. Una mujer joven descalza y con ropa pegada a su cuerpo inspecciona el suelo. Coge un pedazo de escombro y lo arroja con fuerza contra una ventana tapiada. Una y otra vez. A pocos metros, una manta desaparece por el agujero ya abierto en otra ventana cegada.

Quedarse en la calle

Lo primero que se nota al traspasar la fachada de una de las antiguas pensiones de Cracolândia es el sonido del correr del agua. En el suelo, una tubería rota moja la basura y la ropa aplastadas que conducen al laberinto de habitaciones. Escaleras con pasamanos de madera, un retrato de la virgen y muchas moscas. Paredes con roturas siguiendo las tuberías que ya no están. Puertas con dibujos a lápiz de payasos y carpas. Besos de pintalabios. Tejados por los que se cuela el cielo. Faltan vigas que sostienen paredes y parece que se van a desmoronar en cualquier momento. “Hasta la estructura arrancan para vender metal”, dice uno de los agentes de la Guardia Civil que alumbra los sombríos cuartos con una linterna. Al fondo, tras varios tramos de escaleras y una sucesión de espacios sucios y quemados, hay un hombre de barba blanca y 57 años. En una mano la manta; en la otra, un pedazo de pan.

Vista de una pequeño grupo en la calle.
Vista de una pequeño grupo en la calle.Paula López

Cícero habla educadamente. Cuenta que llegó a São Paulo desde el lejano estado de Alagoas antes de leer sobre la muerte de Elvis. Estaba casado con una mujer a la que llegó a amar más que a su madre. Cuando hace diez años se enteró de que lo había traicionado, no lo soportó. “Dejaron de interesarme la vida, trabajar y tener responsabilidades”. No conocía el crack, hasta que probó la escapatoria. “Si paro, recuerdo la vida de antes y no aguanto”. Es lo único que usa para olvidar y cuando lo consigue, camina y duerme donde le pille. “¿Sabes cuál es el secreto para vivir en la calle? Nunca mezclarse con otras personas”. Vive solo y no quiere a nadie. “Ni para acompañarme a comprar pan”. Abandona el edificio con los ojos llorosos y el mendrugo entre los dedos, siguiendo las indicaciones de los guardias. Se había colado por uno de los pequeños huecos abiertos para olvidar en un lugar tranquilo y seguro. Cícero es una de las cientos de personas que de momento no encuentran su lugar en los programas oficiales.

“Sólo sirven para un 20% y eso no puede ser una política pública”. Flavio Falcone es psiquiatra y payaso. Trabaja hace diez años en Cracolândia con la nariz roja puesta. “No he encontrado nada que establezca un vínculo tan potente con esas personas”. Ha sacado a 40 de la calle en dos años con su proyecto Teto, Trampo e Tratamento (Techo, curro y tratamiento). Sigue la conocida estrategia housing first (vivienda primero), como el extinto programa De Braços Abertos del gobierno progresista de Haddad (PT), en el que trabajó. “Lo que ofrece ahora el Estado condiciona la casa al tratamiento. El acceso a la vivienda es incluso una acción de salud porque se duchan todos los días y duermen bien, algo importante para su bienestar físico y mental”. Vestido con una camiseta en la que pone “derecho a la locura”, el médico payaso de 42 años, vecino de la calle Helvetia, se queja de que en el modelo actual de São Paulo lo primero sea la seguridad pública. “Quieren expulsar a estas personas de aquí y que se vayan a la periferia. Ese es el objetivo detrás del discurso de combate a las drogas”. El plan urbano para “revitalizar” la zona existe desde los comienzos de Cracolândia. “El fluxo sirve para devaluar las manzanas a las que les han echado el ojo”, piensa Falcone. Revitalizar le parece una expresión pésima. “Significa colocar vida, como si las personas negras pobres que vivían aquí no estuvieran vivas. Es un proyecto urbano higienista y racista”. La mayoría de sus vecinos no piensa lo mismo y quiere que los usuarios desaparezcan como sea de las puertas de sus casas.

Los muros invisibles

“Las vidas en Cracolândia importan”, gritan de fondo. Es domingo por la tarde y hoy se puede caminar sobre el Minhocão, cerrado al tráfico. Falcone participa de la manifestación contra abusos policiales en Cracolândia que va camino a la comisaría detrás de la calle Helvetia. Al atravesar el fluxo, algunos se suman a la marcha. “Comisario, torturador, la solución es el cuidado y no el dolor”, corean frente a la comisaría 77 de la Policía Civil. Entre los manifestantes hay una cara conocida: Eduardo Suplicy, concejal por el Partido de los Trabajadores (PT) y elegido diputado estatal en las elecciones del pasado 30 de octubre con el mayor número de votos de São Paulo. Economista y político desde hace más de 50 años, a sus 81 no ha perdido las ganas de luchar por los más necesitados. “Hemos formado un grupo de trabajo a través de las comisiones de derechos humanos para estudiar lo que está pasando exactamente con los usuarios de drogas y evitar que se ejerza tamaña violencia contra ellos como en los últimos años”. La dispersión actual no le parece una buena estrategia. “Debería tener más profundidad. Sé que no es un asunto fácil porque son muchas las razones que llevan a alguien a consumir crack y otras sustancias”. Es autor, como senador, de la ley que instituye la renta básica de ciudadanía y eso le parece una de las vías más eficaces para evitar que tantas personas acaben en la calle. “Un día será universal e incondicional y espero verlo”. Sostiene que la violencia contra los consumidores no va a resolver el problema y sí el diálogo con ellos, vecinos y comerciantes de la zona. “En vez de incitación al odio, queremos más prácticas de amor”.

Vista del distrito a los alrededores de Cracolândia en São Paulo.
Vista del distrito a los alrededores de Cracolândia en São Paulo. Paula López

Pero las opiniones están tan divididas como Brasil. “Habría que coger a todos, meterlos en un autobús y encerrarlos por la fuerza”. Para Ricardo está claro. Es taxista y recorre a diario el centro. Los vecinos tampoco aguantan más. Algunos elogian el trabajo policial en las redes sociales, repitiendo “Caronte para ellos” y haciendo peticiones directas al jefe de policía Roberto Monteiro. “Por favor, comisario, echen a los usuarios de mi calle”. Otros han decidido colgar carteles de “se vende”. Los edificios de la región se devalúan entre las altas torres de apartamentos de lujo que crecen entre ellos. Abajo, en las calles, quienes consumen droga se mueven en grupo siguiendo las indicaciones policiales o vagan solos por el centro de São Paulo. Allí sueñan y lloran, porque, aunque algunos los llamen zombis, siguen vivos.

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