La guerra a las drogas: una injusticia de 40 años
"Estados Unidos siempre termina por hacer lo que es justo, pero después de haber agotado todas las otras alternativas". Esta irónica frase de Winston Churchill puede ser útil para comprender la terquedad de ese país en mantener el prohibicionismo frente a las drogas, que es una estrategia injusta porque no protege la salud pública pero invade la autonomía individual y ocasiona sufrimientos sociales terribles e innecesarios.
El capítulo más reciente del dolor provocado por la prohibición es el incendio causado hace pocos días por unos narcos en un casino en Monterrey, que ocasionó la muerte de más de 60 personas. El presidente Obama expresó su solidaridad con el pueblo mexicano por ese terrible hecho, pero eludió, como lo hacen todos los políticos en ejercicio, cualquier debate sobre el desmonte del prohibicionismo, a pesar de que sin éste no existirían los narcotraficantes, que tanto sufrimiento ocasionan en América Latina.
Ese dolor extremo debía llevarnos a desmontar la prohibición, pero muchos se oponen invocando la moral. Argumentan que eso sería una claudicación frente al crimen y al vicio, y que sólo los cínicos o los débiles defienden la legalización pues carecen de coraje para enfrentar el narcotráfico.
Pero no es así; muchos hemos planteado el reemplazo de la prohibición no por un mercado libre de drogas (que nadie defiende), sino por una regularización del suministro y consumo de estas sustancias. Pero no hacemos esa propuesta por cinismo o derrotismo, como si la moral y la justicia estuvieran del lado de quienes promueven la prohibición y la guerra a las drogas. Nuestra posición es que la prohibición es una injusticia, conforme a dos de las concepciones contemporáneas más prestigiosas de la filosofía moral, que se oponen en muchos puntos pero que coinciden en su condena ética al prohibicionismo: las visiones autonómicas inspiradas en Kant y el utilitarismo, muy cercano al pragmatismo.
Así, la prohibición es injusta porque violenta la autonomía personal pues el consumo de sustancias sicoactivas no afecta, per se, derechos de terceros, y por ello no debería ser penalizado en una sociedad pluralista y democrática.
Pero si esta defensa del pluralismo y la autonomía no le convence, entonces examinemos la prohibición en términos utilitarios y pragmáticos, esto es, haciendo un balance de sus costos y beneficios. Y sale muy mal librada, pues los beneficios de la prohibición para la salud pública son mínimos, mientras que sus costos, en términos de marginalización de los consumidores y de estímulo a la criminalidad organizada, son terribles. Y existen alternativas; las experiencias de reducción del daño, desarrolladas en países como Holanda o Suiza, muestran que las estrategias no represivas, lejos de incrementar los problemas asociados al abuso de drogas, los limitan y reducen, en la medida en que evitan la marginalización de los usuarios. Un estudio publicado en 2006 por Douglas McVay en el libro Drogas y sociedad (Drugs and society) es contundente al respecto.
El prohibicionismo es una terrible injusticia, de la cual el principal responsable es Estados Unidos, pues fue quien impulsó la aprobación de los tratados que impusieron globalmente la alternativa punitiva frente a las drogas.
La frase inicial de Churchill inspira entonces algún optimismo; después de 40 años del fracaso evidente de esta guerra injusta y de que Estados Unidos parece haber agotado todas las alternativas represivas, es posible que ese país explore opciones más justas y razonables que lleven al desmonte de la prohibición. Impulsar ese cambio (o al menos debatirlo) es la verdadera solidaridad que los latinoamericanos esperamos del presidente Obama.
* Director del Centro de Estudio DeJuSticia (www.dejusticia.org) y profesor de la Universidad Nacional. Este opinión fue publicado originalmente en El Espectador.