Mujeres, drogas y cárceles
En Colombia se han venido feminizando los delitos relacionados con drogas. Al analizar la composición de la población reclusa se hace evidente que el grueso de las mujeres encarceladas, lo están por este tipo de delitos, y los porcentajes parecen ir en aumento. Desde el año 2007 hasta la fecha, constituyen más del 42% de las mujeres privadas de la libertad. Y al analizar cuáles son los otros tipos de delitos por los que las mujeres son encarceladas, es claro que son los únicos que tienen porcentajes tan altos.
Para algunos autores, estos datos no son suficientes para afirmar la feminización, pues la mayoría de las personas privadas de la libertad por la producción y distribución de drogas de uso ilícito son hombres. Aunque esto es cierto, la evidencia empírica sugiere que cada vez más mujeres se involucran en el negocio de las drogas y son condenadas por ese hecho.
Un estudio publicado esta semana, en el que la autora sistematiza las investigaciones de la región, muestra que en Latinoamérica la tendencia es similar. En los últimos años se ha duplicado la población carcelaria femenina, y al analizar su composición, la mayoría ingresan a la cárcel por delitos relacionados con drogas. En Brasil constituyen el 60% de la población carcelaria femenina, y en Argentina el 70%.
Lo anterior llama la atención sobre la importancia de preguntarse si las mujeres están participando más en el negocio, y de ser así, cómo lo estarían haciendo y por qué. Aunque los estudios son todavía insuficientes para comprender plenamente lo que está ocurriendo, la información que han logrado sistematizar sugiere que la mayoría de las mujeres que participan en las redes de tráfico lo hacen como los eslabones débiles de la cadena, es decir, aquellos más fácilmente intercambiables, en los que además no ejercen roles de violencia.
Y al preguntarse por los mecanismos de involucramiento, hay al menos dos factores que parecen claves para entender por qué las mujeres entran al negocio. Por una parte, las razones económicas, pues la mayoría de las mujeres privadas de la libertad por estos delitos pertenecen a sectores especialmente pobres y tienen muy bajos niveles educativos. Por la otra, los roles tradicionales de género que le son socialmente asignados.
El asunto es relativamente sencillo, pero apasionante. Dado que se espera que las mujeres desempeñen roles de cuidado (de sus hijos, adultos mayores, entre otros), la distribución de drogas de uso ilícito les permite compatibilizar estas tareas con la producción de un ingreso para sus familias. En ocasiones este se convierte en la única entrada para el grupo familiar, así que resulta funcional para seguir cuidando el hogar, mientras se convierten también en proveedoras. En entrevistas que tuve la oportunidad de hacer a mujeres privadas de la libertad por estos delitos encontré casos en los que su participación se limitaba a prestar su casa para el expendio, o a distribuir desde sus hogares.
Lo curioso es que cuando son sorprendidas y encarceladas, las mujeres se convierten en transgresoras de esos roles de género que pretendían preservar al hacer estas labores de distribución. En ocasiones pueden ser incluso más severamente juzgadas o excluidas de beneficios penales, pues para algunas personas es más grave que las mujeres, de quienes se espera que se dediquen a cuidar a sus hijos, vendan sustancias. El resultado de este fenómeno podría ser, entonces, una criminalización desproporcionada de las mujeres. Por eso, el estudio de Giacomello ofrece una oportunidad para pensar qué tipo de políticas serían necesarias para enfrentar este fenómeno.