Reforma de las convenciones sobre drogas de la ONU
Informe TNI para la revisión de mitad de período de la UNGASS
Marzo de 2003
La piedra angular del sistema internacional de control de drogas está formada por las tres convenciones sobre drogas de las Naciones Unidas. La prohibición de las substancias potencialmente nocivas tiene su origen en el afán por proteger el bienestar de los seres humanos. No obstante, la manera en que este régimen global se estableció hace décadas y el aumento de la represión experimentado desde entonces han constituido un error histórico que no ha hecho más que empeorar los problemas en lugar de solucionarlos. Ahora no tiene ningún sentido soñar con cómo sería el mundo si el problema no existiera ni engañarnos pensando que todo se podría solucionar si aboliéramos las convenciones. El verdadero reto consiste en crear el espacio político necesario para iniciar un proceso de reforma con el que seguir adelante. Dicho proceso debe conducirse mediante pragmatismo, una actitud abierta, la valoración de las prácticas según su coste y beneficios, la vía libre a la experimentación y la libertad de cuestionar la validez de las convenciones existentes.
Las tres convenciones
Las tres convenciones sobre el control de drogas de las Naciones Unidas se
han codificado desde un punto de vista prohibicionista, resultado de una
ideología basada en una cruzada contra el uso recreativo de las drogas. Para
obtener una visión detallada del contexto y las negociaciones acerca de ellas,
se puede consultar el informe Historia
y desarrollo de las Convenciones internacionales para el control de drogas más
importantes [en inglés], elaborado por el Comité Especial sobre Drogas
Ilegales del Senado canadiense.
La Convención Única
sobre Estupefacientes de 1961 se introdujo como un sistema universal y
substituyó los diversos tratados firmados hasta entonces. El objetivo
perseguido por la convención consistía en controlar el cultivo, la producción,
la fabricación, la exportación, la importación, la distribución, el comercio,
el uso y la posesión de estupefacientes, y prestaba especial atención a
aquellos procedentes de plantas: opio-heroína, coca-cocaína y cannabis. Las
cuatro listas anexadas a la convención incluyen más de cien substancias,
clasificadas según varios grados de control.
El Convenio sobre
Sustancias Sicotrópicas de 1971 surgió como respuesta a la diversificación
del abuso de drogas e introdujo el control sobre el uso lícito de más de un
centenar de drogas sicotrópicas – en su mayoría sintéticas – como las
anfetaminas, el LSD, el éxtasis, el válium, etc. que también se dividen en
cuatro listas. Uno de los objetivos primordiales de los primeros dos tratados
consistía en crear un código de medidas de control aplicables
internacionalmente que permitiera garantizar la disponibilidad de estupefacientes
y substancias sicotrópicas para su uso médico y científico y, a la vez, evitara
su desviación a canales ilegales. La Organización
Mundial de la Salud (OMS) fue la responsable del asesoramiento médico y
científico de todos los estupefacientes y también se encargó de aconsejar a la
Comisión de Estupefacientes sobre la clasificación de éstos en las diversas
listas de los tratados de 1961 y 1971.
Como respuesta al creciente problema del abuso y el tráfico de drogas durante
los 70 y los 80, la Convención
contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas de
1988 ofrece medidas integrales contra el tráfico de drogas. Las medidas
incluyen disposiciones contra el blanqueo de dinero y el desvío de precursores
químicos, así como acuerdos de asistencia legal mutua. La Junta Internacional de Fiscalización de
Estupefacientes (JIFE) es prácticamente el único órgano de control
encargado de la implementación de las tres convenciones sobre drogas de las
Naciones Unidas. La Junta se compone de trece miembros: tres de ellos elegidos
a partir de una lista de candidatos propuesta por la OMS y otros diez
procedentes de una lista presentada por los diversos Estados.
La Convención de 1988 supuso también un intento por alcanzar un equilibrio
político entre los países productores y los consumidores. No se trataba solamente de la
obligación de los países productores de suprimir la oferta ilícita, sino
también la de los países consumidores de reducir la demanda de drogas. En aquel momento, la mayor parte del cultivo y la
producción se concentraba en los denominados países en desarrollo de Asia y
América del Sur, y el consumo en los países industrializados de Europa y
América del Norte. Hoy en día esta diferencia es mucho más difusa. El boom de estimulantes de tipo
anfetamínico (EA) como el éxtasis ha desembocado en una mayor producción en el Norte (así como en
el Sur), y el cultivo de cannabis a escala industrial es común en el Norte, por
ejemplo en Canadá, Holanda y EEUU. El consumo se ha generalizado también. Hoy
la mayoría de los adictos a la heroína se encuentran en países asiáticos como Pakistán, Irán, la India y, seguramente, China.
Además, Brasil ha pasado a ser el segundo país consumidor de cocaína, superado
sólo por los Estados Unidos.
Los límites de la libertad: el
consumo
Las convenciones sobre drogas de la ONU no son directamente aplicables. La
ejecución de las disposiciones de estas convenciones depende de cada una de las
partes. Ello da pie a distintas interpretaciones y permite que cada país
desarrolle su propia política nacional sobre drogas. Sin embargo, esta libertad
tiene sus límites. Por lo general, las convenciones necesitan de un fiel
cumplimiento por parte de los firmantes. Existen dos buenos estudios que
exploran los márgenes de maniobra de las convenciones (Room for Manoeuvre, – en inglés–informe elaborado en el 2000 por
DrugScope, cuyo resumen se puede consultar en internet) y las posibilidades de
una revisión formal de los tratados (Multidisciplinary
Drug Policies and the UN Drug Treaties, en inglés, informe realizado en 2002 por la Universidad de
Gante).
No hay obligación formal de penalizar el uso
personal de drogas dentro de ninguna de las convenciones de la ONU. Evidentemente, resulta imposible consumir drogas
sin cultivarlas o adquirirlas. Así pues, para hacer uso de las drogas, uno debe
poder conseguirlas y disponer de ellas. Sin embargo, los tratados – sobre todo la Convención de
1988 – son mucho más
severos con respecto a todas las etapas previas al consumo. Los artículos 2 y 4
de la Convención Única de 1961 podrían interpretarse como una necesidad de
prohibir la producción, el comercio, la posesión e incluso el uso de drogas
aunque tal necesidad no se expresa de manera explícita. Un Estado signatario
deberá aplicar la prohibición "si a
su juicio las condiciones que prevalezcan en su país hacen que sea éste el
medio más apropiado para proteger la salud y el bienestar públicos"
(artículo 2, párrafo 5b). En conclusión, y de acuerdo con la Convención de
1961, los Estados no están obligados a imponer ningún tipo de sanción o
castigo.
La Convención de 1988 refuerza considerablemente el régimen de control
aunque sigue dejando un vacío legal en lo referente al consumo. El artículo 3
establece una clara distinción entre "la
producción, la fabricación, la extracción, la preparación, la oferta, la oferta
para la venta, la distribución, la venta, la entrega en cualesquiera
condiciones, el corretaje, el envío, el envío en tránsito, el transporte, la
importación o la exportación" en el párrafo 1 y “la posesión, la adquisición o el cultivo de estupefacientes o
sustancias sicotrópicas para el consumo personal” en el párrafo 2. El
párrafo 1 posee un carácter totalmente obligatorio, ya que establece que la
parte signataria deberá "tipificar
como delitos penales en su derecho interno" las actividades detalladas
en el párrafo. Sin embargo, la tipificación como delito de las actividades
incluidas en el párrafo 2 está sujeta "a
reserva de sus principios constitucionales y a los conceptos fundamentales de
su ordenamiento jurídico". Esta diferencia ofrece a los países un
amplio abanico de posibilidades para definir su interpretación de lo que
constituyen actividades de preparación para el consumo personal.
Las Convenciones no les exigen a las partes que
penalicen el consumo de drogas, dejando así espacio para interpretaciones
creativas en lo referente a los
preparativos personales necesarios para hacerlo. A pesar de ello, el principio
de la limitación de las drogas para su uso estrictamente médico o científico da
poca cabida a la posibilidad legal del uso recreativo. Según la Comisión de Estupefacientes, “la libre e irrestricta disponibilidad de
estupefacientes con fines no médicos está prohibida”.
Los límites de la libertad: el
cultivo
La producción se ha quedado con un escaso margen de maniobra desde la
Convención de 1988. La "disposición
especial aplicable al cultivo" (artículo 22) de la Convención de 1961
sigue dejando en manos de cada país el hecho de criminalizar o no la
producción: "Cuando las condiciones
existentes en el país o en un territorio de una Parte sean tales que, a su
juicio, la prohibición del cultivo de la adormidera, del arbusto de coca o de
la planta de la cannabis resulte la medida más adecuada para proteger la salud
pública y evitar que los estupefacientes sean objeto de tráfico ilícito, la
Parte interesada prohibirá dicho cultivo". Se especifican, no
obstante, varias condiciones de acuerdo con las que un país puede permitir el
cultivo de la adormidera, la hoja de coca y el cannabis. Se creará un organismo
gubernamental especial para controlar la producción y evitar que se desvíe a
canales ilícitos. Dicho organismo deberá designar las áreas en que se autoriza
el cultivo y sólo "podrán dedicarse
a dicho cultivo los cultivadores que posean una licencia expedida por el
Organismo" y "estarán
obligados a entregar la totalidad de sus cosechas" al organismo. Todo
cultivo que no se acoja a este sistema de regulación está prohibido y debería
destruirse.
Estas posibilidades dejaron de ser válidas tras la
adopción de la Convención de 1988. La flexibilidad de 1961 estaba condicionada a un acuerdo para eliminar
paulatinamente el consumo de opio en un lapso de 15 años y el de coca en 25. Cuando se discutió la Convención de 1988, esos
plazos habían expirado hacía ya mucho tiempo. El artículo 3, párrafo 1, se
refiere explícitamente al "cultivo
de la adormidera, el arbusto de coca o la planta de cannabis con objeto de
producir estupefacientes en contra de lo dispuesto en la Convención de
1961". Solamente
las medidas relacionadas con el cultivo para el consumo personal pueden
aprovechar la fisura de 1988 mencionada arriba. Cualquier otro tipo de cultivo deberá considerarse como delito penal. Esta
restricción de la libertad en cuanto a la producción es uno de los principales
obstáculos con que se topan las iniciativas para introducir políticas
pragmáticas de utilidad para el sector de los campesinos de pequeños cultivos
ilícitos. Un buen ejemplo sería la propuesta debatida en el Congreso de
Colombia para despenalizar el cultivo ilícito a pequeña escala o la propuesta
de Jamaica de despenalizar el cannabis, incluido su cultivo. Asimismo,
entorpece los intentos por encontrar una base legal que permita – en el contexto de los programas de
Desarrollo Alternativo – programas de reducción gradual más realistas,
establecidos sobre una base a largo plazo y en concordancia con el ritmo lento
con que se garantizan los medios de vida alternativos.
Uno de los problemas añadidos reside en el hecho de que los tres tipos de
cultivo –adormidera,
arbusto de coca y cannabis – se mencionan explícitamente en varios de los artículos de la Convención de
1961. Por lo tanto, una reclasificación de estos cultivos para pasarlos a
listas de control menos estrictas otorgaría un mayor margen de maniobra para el
consumo pero no para el cultivo. Incluso el "Cannabis
y la resina de cannabis" aparecen en la Lista IV, reservada para
drogas con "propiedades
particularmente peligrosas", incluida la heroína, mientras que la hoja
de coca, la cocaína y el opio no constan en esta misma lista. Se han presentado
propuestas para modificar la clasificación de las listas como una posible
opción para reformar el régimen de control, sobre todo para eliminar la hoja de
coca de la Lista I y el cannabis de las Listas I y IV. De este modo, se daría
vía libre a la diversidad de políticas y estos pasos vendrían respaldados por
un gran número de estudios, incluidos algunos realizados por la OMS. De todos modos se necesitaría
propiciar flexibilidad para enmendar los artículos en los que se mencionan los
cultivos.
Un error histórico
El control de drogas se origina en el deseo de
proteger el bienestar humano. La
comunidad internacional, preocupada por el impacto de las drogas sobre la salud
pública, comenzó a prohibir una serie de substancias y a establecer medidas
para acabar con su producción, distribución y abuso. Desde entonces, la
economía de las drogas ilícitas ha aumentado de manera exponencial y la
estrategia para combatirlas se ha convertido en una guerra a gran escala. Esta
lucha ha llegado al extremo de conducir operaciones militares contra campesinos
de pequeños cultivos ilícitos y fumigaciones químicas lo que originó gigantescos fondos
ilegales que estimularon la corrupción y los conflictos armados en el mundo.
En una Carta abierta a Kofi Annan [en inglés], 500 destacadas personalidades coincidieron en que “Creemos que la Guerra global a las drogas está causando más daños que el abuso de drogas”. La manera en que este régimen de prohibición global se estableció hace tantas décadas constituyó un error histórico que no ha hecho más que empeorar los problemas en lugar de solucionarlos. La validez de las convenciones y la eficacia de las políticas de control de drogas resultante se está cuestionando cada vez más. En opinión de muchos, ha llegado el momento de cambiar y de aplicar el sentido común. El destacado semanario The Economist instó a los gobiernos a recuperar principios básicos y señaló que “... la prioridad consiste en encontrar medidas que reduzcan el daño que las drogas provocan a los usuarios y a toda la sociedad”. (Véase Stumbling in the dark, – en ingles – The Economist, 26 de julio de 2001).
Ahora no tiene ningún sentido soñar con cómo sería el mundo si la
prohibición no existiera ni engañarnos pensando que todo se podría solucionar
si aboliéramos las convenciones. En el diseño de la transición que nos conduzca
del fracasado sistema actual a un conjunto de políticas válidas en el futuro,
habrá que tener en cuenta la realidad creada por el régimen de prohibición. Se
deben tomar medidas realistas con las que convertir el debate actual en una
política más equitativa y eficaz que tenga más en cuenta las particularidades
regionales y nacionales. El verdadero reto consiste en crear el espacio
político necesario para iniciar un proceso de reforma con el que seguir
adelante. Un proceso basado en el pragmatismo, en una actitud abierta, en la
evaluación de las prácticas según su coste y beneficios, que dé margen para la
experimentación y libertad para cuestionar la validez de las convenciones
existentes.
Aunque fuera del sistema de la ONU muchos han llegado a la conclusión de
que resulta imposible erradicar el uso de las drogas, este punto de vista es
inaceptable dentro de dicho sistema. Incluso los Estados miembro que en sus políticas nacionales han
reconocido que las drogas no van a desaparecer – y, en consecuencia, han basado sus políticas en reducir el daño que
provoca el abuso de drogas sobre el individuo y la sociedad – no osan desafiar
a los partidarios de la línea dura de la ONU, que se niegan a abrir el debate y
se dedican a propagar una guerra a gran escala contra las drogas. Las palabras
“reducción del daño”, por ejemplo, son tabú en el seno de la ONU porque no
serían del agrado de los Estados Unidos y de Suecia, dos de los principales
contribuyentes del PNUFID. Como resultado, el debate sobre control de drogas en
la ONU se encuentra paralizado y cada vez más alejado de los debates políticos
que tienen lugar en el exterior. (Véase Hora de avanzar -
Polarización y parálisis en la política global de drogas.)
La reforma de las convenciones en la
agenda
Hasta estos momentos, las convenciones sobre drogas de Naciones Unidas han
sido sacrosantas y ello ha impedido todo intento de abrirse camino hacia
soluciones pragmáticas. Sin embargo, la validez de las convenciones cada vez se
cuestiona más en los círculos políticos. El informe La
política de drogas del gobierno, ¿está funcionando?, publicado en mayo de 2002
por la Comisión de Investigación sobre Asuntos Internos de la Cámara de los
Comunes del Reino Unido, concluyó que “si
se puede sacar alguna lección de la experiencia de los últimos 30 años, es que
las políticas que se basan completamente o en buena parte en la aplicación
represiva de la ley están destinadas al fracaso”. Asimismo, la Comisión
recomendaba que “... la reducción del
daño, y no el castigo, debe ser el principal enfoque de las políticas hacia los
consumidores de drogas ilegales.”
La Comisión de Investigación sobre Asuntos Internos expresó que los cambios
en la política de drogas del Reino Unidos para acomodarla a una visión más
indulgente “... podían ser implementados
sin infringir los tratados ni requerir su renegociación. A largo plazo, sin
embargo, creemos que ya es hora de que se reconsideren los tratados
internacionales. Recomendamos que el gobierno inicie una discusión dentro de la
Comisión de Estupefacientes sobre las vías alternativas, incluyendo la
posibilidad de legalización y regulación, para tratar de resolver el dilema
global de las drogas”.
La política del cannabis especialmente está experimentando grandes cambios.
Este año, el Reino Unido modificó la clasificación del cannabis para sujetarlo
a un régimen de control más benévolo en la lista de prioridades legales. Suiza
está estudiando la introducción de una nueva legislación que despenalizaría por
completo el consumo, la posesión y la adquisición de cannabis e instauraría un
sistema de licencias para legalizar el cultivo a escala nacional. En Canadá, el
Comité Especial sobre Drogas Ilegales del Senado, tras un estudio de dos años
de duración sobre el cannabis, concluyó que éste debería legalizarse. El Comité recomienda al gobierno “informar a las autoridades apropiadas en
las Naciones Unidas que Canadá está solicitando una enmienda a las convenciones
y tratados que rigen las drogas ilegales”.
Opciones e impedimentos de la
reforma
Los progresos de los enfoques más tolerantes
adoptados por cierto número de naciones están llegando al límite de la
flexibilidad que permiten las convenciones. Este hecho se argumentó claramente una vez más en el último informe de la
Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), el organismo de
control establecido por la ONU para observar el cumplimiento de las
convenciones. (Véase Ataque a la política
europea para el cannabis.) La única manera de progresar consistiría en
modificar o abandonar el régimen global. Y, por supuesto, cualquiera de ambas
posibilidades se toparía con una gran hostilidad. EEUU, como su defensor más férreo, es la fuerza
que mantiene el marco del régimen disciplinario. La presión ejercida por Washington ha complementado durante mucho tiempo
la legitimidad moral conferida a la doctrina de la prohibición por parte de la
ONU. Los argumentos de
la JIFE, respaldados por el cuerpo diplomático estadounidense y las presiones
financieras, han imposibilitado a las naciones desviarse de cualquier modo de las doctrinas básicas de la prohibición o
incluso debatir acerca de la posibilidad de hacerlo. Esta situación ha originado
una increíble inercia. (Véase Hábitos de una hegémona:
Estados Unidos y el futuro del régimen global de prohibición de las drogas.)
Las naciones que desean ampliar su política nacional y traspasar los
confines de las convenciones pueden optar por diversas vías. A pesar de ello,
la posibilidad de las partes de modificar los tratados es mínima. Y es que las
naciones a favor del statu quo, sobre
todo los Estados Unidos, disponen de muchas oportunidades para bloquear
cualquier tentativa de reclasificación o enmienda. Ello podría llevar a las
partes a estudiar seriamente las diversas opciones para la denuncia y la
retirada de su compromiso. Bastaría con que hicieran caso omiso de los tratados
para poder instituir cualquier política que consideren necesaria a escala
nacional, incluida la legalización del cannabis y la creación de un sistema de
licencias para los productores nacionales.
Esta última opción hace tiempo que se está ganando el apoyo de muchos de
los defensores de la política de la reducción del daño. Sin embargo, esta
cuestión, independientemente de los tratados, presenta graves problemas más
allá del ámbito del control de drogas. El incumplimiento unilateral de los
acuerdos alcanzados en los tratados sobre el control de drogas por parte de las
naciones podría poner en peligro la estabilidad de todo el sistema de tratados
de la ONU. Por otra parte, cualquier nación que contemple la posibilidad de
apartarse de la armonía reinante respecto al control internacional de drogas,
tendría graves problemas con Washington. Desde la década de los 80, los EE.UU.
han empleado la certificación como un importante instrumento de disuasión económica
con la que mantener a las naciones en una misma línea con respecto a la
política internacional de control de drogas. El proceso anual se ha visto
fortalecido con el esfuerzo de Washington por fundir su guerra contra las
drogas con la lucha internacional contra el crimen organizado. Este nuevo
enfoque aumenta las implicaciones para la reputación de una nación cualquier
intento por apartarse de la política actual. Asimismo, la estrategia
estadounidense de unir la guerra contra las drogas con la guerra contra el
terrorismo provoca que el apartamiento del régimen prohibicionista resulte
potencialmente peligroso para la imagen internacional de una nación.
Una re-evaluación formal de los tratados podría incluso brindar a las
naciones defensoras de la prohibición la oportunidad de apropiarse de ella y de
fortalecer el régimen actual. Una alianza de naciones con credibilidad podría
resistir el ataque mejor que un único Estado. Dicho esto, es evidente que el
nivel de flexibilidad diferiría según las naciones, según su situación
económica y su relación con los EE.UU. El abandono de varios tratados
multilaterales por parte de la administración de Bush II también ha reabierto
el debate sobre la eficacia de hacer caso omiso de las convenciones sobre
drogas. En caso de que se censure a las partes por apartarse del régimen de
prohibición global, éstas podrán ahora aducir que se limitan a emular las
costumbres de un hegémona.
Ante la actual polarización y el funcionamiento basado en el consenso de la
Comisión de Estupefacientes, resulta prácticamente impensable que se puede
alcanzar acuerdo alguno – ni siquiera para conseguir un mínimo retoque – con
las convenciones y ofrecer así a los Estados miembro más libertad a la hora de
redefinir sus propias políticas de drogas. Aún así, si los países comprometidos
con la búsqueda de soluciones pragmáticas desean avanzar, deben apremiarse a
cuestionar seria y abiertamente las limitaciones de las convenciones. Para
empezar, las naciones con una mentalidad afín deberían ser más asertivas a la
hora de defender su dirección política en la ONU y expresar su deseo por seguir
la vía del pragmatismo aunque ello implique introducir modificaciones en el
régimen global.
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